sábado, 3 de julio de 2010

"Julio Cortázar: Un viaje sin retorno", por Jack Farfán Cedrón



Julio Cortázar sigue estando de moda. Para demostrarlo, Jack Farfán Cedrón nos ofrece esta extensa semblanza sobre el escritor argentino, publicada en Media Isla hoy mismo, 3 de julio de 2010, de donde tomamos prestado también la soberbia caricatura del citado escritor, firmada por Eddo. 

JACK FARFÁN CEDRÓN 
Sus piezas narrativas son consideradas por la crítica —después de Poe— las mejores orquestadas por narrador alguno. Tan en su estilo rítmico, pendiendo de un hilo entre el afloramiento onírico y la esencia de la historia como historia 

El nacimiento de Julio Cortázar marca un hito entre las dos vertientes literarias, la cultista, formal, y la vanguardista. Qué enamorado kitsch no ha ido a parar al cine después de haber leído la carta de la Maga a Rocamadour; o, por sólo mencionar un ejemplo, el capítulo 7, o las primeras instancias de una Rayuela ordenada en el más incompleto sentido o “temblor de agua encerrado en un cristal”. 
Criado en Banfield, especie de pueblito a manera de colonia inglesa en los suburbios bonaerenses, la imagen de Julio es la de un gigante en ambos sentidos en que cabe la naturaleza léxica de la palabra subvertida a fondo, cuando pasa por la sombra alta de este bicíclope con la ironía y la caída ilesa de los vanos sentimientos por cada una de las cosas rigiendo un todo inevitable; quien, con la recreación mítica del minotauro, Los Reyes, su primer poema dramático, a la vez que recrea, vulnera una tradición cretense que había dado para siglos. Es lo que sucede no sólo con bombas anti-literarias, sino con la perduración memoriosa de sus émulos creadores, los pocos a quienes se refiere ese eterno viaje con vacaciones de regreso a una realidad, que, después de todo, son sólo unas vacaciones para los pocos autonautas que toman verdadero sentido en sus cosmopistas, comprometiéndose con la literatura vital, en un desafuero que rebasa todo límite intelectualoide desparramado a lo largo sillas Luis XVI y pavoneos gratuitos que paren cada día más textos sepultados en erratas y en aviones que los niños saben aprovechar para no desperdiciar un instante de poesía de papel; literatura como acto meramente estético y libertario, legión de pensamientos en collage que no dejaron de aguijonear al argentino más llorón de la literatura castellana, y no por eso menos profundo. 

Distinguido profesor normalista, correcto en redactar discursos para jovenzuelos, leyéndoles los desafueros líricos de un Rimbaud, un Keats, la trama policial inglesa. Más adelante traduciría a Poe de manera admirable, y en esa suerte de proyección de su propia figura hacia los terrenos sorpresivos de lo remoto y maravilloso, encumbraría hacia la UNESCO, fungiendo como traductor, viajero, vago con gabardina, y absuelto cronopio pidiendo a la azafata le trajera cositas de colores para no ir cabeceando mientras pasaban las nubes gordas e infectas; tomando así el freno de mano por ignotos parajes del mundo, que no sólo es libros, y que más bien, lejos de ellos se da la vida que pasa a colores, sino fuera por ellos viéndolos como en un daguerrotipo. Tal la imagen que proyectara para sí la novela respecto de un film, y el cuento respecto de una fotografía, que la suerte de hija mayor sería la grata y constante sorpresa de saberse retornado casi siempre de una aventura dejando pasar al mundo como unas nubes preñadas, sorpresivas. 
Asiduo coleccionista —cuando no consumado músico— de jazz, que en la ciudad de las luces llamaba a rebato, circunliloquio de saxo melancólico, mientras el espacio entre esos dos mundos, el latinoamericano y el europeo se unía tan sólo por la delgada trama que separa la poesía de la encontrada muchacha antinovela, que al igual que Ulises, en Europa, entretendría a lectores machos y en proceso androginoide, por lo menos otro medio milenio, para completar una era como emergida de otro continente, perdido entre dos movimientos tectónicos, que siempre han sido la literatura vestida de frac y la vanguardia, por la que siempre abogó hasta soltar el timón de ida un tal Cronopio, un tal Julio. 
Sus piezas narrativas son consideradas por la crítica —después de Poe— las mejores orquestadas por narrador alguno. Tan en su estilo rítmico, pendiendo de un hilo entre el afloramiento onírico y la esencia de la historia como historia, sin subyugar técnica a mera arbitrariedad antojadiza, concepto tal que desarrollaría en “La teoría del túnel”, hacia 1947, y que desplegaría en un proyecto más comprometido con ese viaje sin retorno emprendido cada vez que dejaba volar sus largos dedos sobre la Remington, en divina manera de embriagadoras imágenes collageadas, dejar volar los sentimientos, los afectos y los esperanzas; Gauloises al ristre, contestando ese mar de correspondencia que tras la publicación de Rayuela en 1963 se convertiría en un metro cúbico de cartas de jóvenes despistados y soñadores que muchas veces creyeron en sus héroes literarios como paradigmas inmortales de divina orquestación tramada por el Cronopio en ese film de horas sin tiempo, atmósfera creada a lo largo de una vida de lector, docente y Rector De Una Vida Sorpresiva. Tanta correspondencia, era, aunque no se lo crea uno, capaz de ser respondida sólo por una legión de pulpos que acudieron en su ayuda; parte de un compromiso literario que asumió como escritor agradecido de sus lectores dinámicos. 
Tras la aparición de un tomito —para su gusto, muy mallarmeano—, Presencia (1938), la figura casi mítica de Cortázar se alejó del seudónimo de Julio Denis para caer en la cuenta de que su deseo no era de este reino, ese kibbutz propulsor de un prurito por llegar a tierras donde no se sabe ser aprendiendo a ser profeta: París.

Últimamente, la aparición de Papeles inesperados (2009) bajo el cuidado de la viuda y heredera universal de Cortázar, Aurora Bernárdez, ha desempolvado manuscritos perdidos en diarios, revistas, entre otras publicaciones de escasa circulación, cuando no inéditos, o desaparecidas transgresiones a la lógica o ilógica formal, metatextos mostrando el proceso de un artista o cocina literaria, como pocos. Se me hace raro que, este también talentoso poeta, nunca hablara de la poesía, tal que ese reino, o le inspiraba demasiado respeto o ya era ocioso hablar de lo que no se puede tapar con un dedo en una obra que era pura poesía en estado de erupción. Y es que su prosa narrativa, novelesca, ensayística, cronicoide, collageada y pintoresca, estos suyos y nuestros textos, eran casi solapadas fichas del dominó que por las tardes el Cronopio enrumbaba entreviendo el paso inexistente de un ave despistada, cuya muerte le deparó la sorpresa de no saberse en sí mientras lo oscuro planea por un perfil contrario a través del cristal de la ventana, el paso por la inconsciencia temblorosa de un agua soterrada e inmersa dentro del vidrio, mientras ese hombre barbado y siniestro se sorprende de lo apresurada que trama ser la existencia, esa bella trama de lo bello, de lo mojado sobre mojado; y con leve temblor de vida recién fría, pobre ave sin retorno, a la literatura, como un “hasta aquí ha sido” muy inesperado en todo sentido, el viaje por el cual poesía, mundo, religión del cuerpo o magia homeopática de los sueños; collage que día a día iba armando el escritor argentino —no gauchesco—, en una literatura rociada de casi todos los géneros anti-literarios, a-literarios, para-literarios, plagados de esos seres inocentes, frescos, los cronopios, y su contraparte, los famas, que lo guiaron a paso zancudo por un mundo regido por el mandala de golpeteos imperceptibles, los que produce el galopar cadencioso de la Remington® que sirve para escribir, y no siempre para ser escritor; o del paso firme por un mundo que es eso, que siempre fue eso, paso por un viaje con la certeza de que la llave de entrada siempre abre sésamos incalculables, al solo palanqueo de la piedra interior, de doce ángulos imperiales en sus aguas dormidas que han arrasado todo, absolutamente todo pánico paisaje de un amanecido hálito inundado, derramando el tesoro escondido en La isla de la vida


Julio Florencio Cortázar se escribía como Vida. 
[Jack Farfán Cedrón; Perú, 1973. Ha publicado Pasajero irreal y Vironte, en 2005; en 2006, Cartas y la serie de plaquettes Al Castor; en 2007, Ángel, Las ramas de la noche y El leve resquicio del amor; y en 2009 Ángeluz, La Hendidura del Vacío y Series absurdas; y en 2010, Gravitación del amor. Modera la revista Exquioc, al tiempo de editar la revista on-line Kcreatinn en la que prepara un especial a Julio Ramón Ribeyro. Ha publicado en El Hablador (Perú), Letralia (Venezuela), Azularte (Canadá); La Comuna de los desheredados (España), Revista de Letras (Argentina), Destiempos (México) y Letras hispanas. En 2008 el Indecopi le otorgó “El reconocimiento por su contribución al respeto y promoción de la propiedad intelectual en el Perú”]

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